Hoy era un día esperado desde hacía tiempo, planeado como el comienzo de todo lo bueno que está por llegar. No podía sentirme mejor al despertar. La luz, que entraba por la ventana, acariciaba cada rincón de la estancia. Creando ese momento mágico, que viene después de un sueño reconfortante y darte cuenta de que aún sigues viva. Teniendo tantas cosas por hacer. Tantos sueños por cumplir. Hoy, sin duda, mi primer día de vacaciones amanecía en un azul brillante.

Mi día deslizaba su tiempo entre lo improvisado y lo predecible, hasta que lo inesperado ha cambiado el tono. La noticia se ha abierto paso a través del televisor de la sala y las imágenes han saltado en milésimas de segundos. No podía ser cierto. No puede ser. 

Sin pensármelo dos veces, siento las llaves escurriéndose por el bolsillo de mi chaqueta favorita, en cuanto la puerta se cierra tras de mí. Al salir a la calle, la lluvia moja mi rostro mientras me precipito por las calles en medio de una tarde de tormenta. Giro la esquina y ante mí aparece el emblemático Paseo de Gracia. La calzada siempre llena de turistas, ahora está casi desierta. Sólo los más valientes se aventuran a abrirse paso a través de la densa capa de agua que cae. Tomo la oportunidad y acelero mi paso, no puedo perder ni un segundo. Me aventuro. 

Sólo me queda una calle para llegar y evitarlo. Un instante, un frenazo y veo toda mi vida pasar. Me quedo paralizada. El conductor del coche, que ha estado a punto de hacerme formar parte del pavimento, me espeta algo que no logro entender. Mi cuerpo tiembla por el frío, por el susto, por lo lejos que he estado de lograr mi objetivo. Mi objetivo, tengo que apresurarme. Comienzo a correr, sin importar qué, tan rápido como puedo. Llego al lugar y allí esta él. Inmóvil. Con la mirada pérdida y de rodillas en el suelo. Me sitúo a su lado y, haciendo uso de mi chaqueta, nos hago un refugio. Él me mira y sé que he llegado a tiempo. 

Hoy, un día en tono gris